viernes, 20 de marzo de 2009

¿Hay vida después de la muerte? (Segunda parte)

El más allá y la crisis religiosa

En las versiones esotéricas de las tradiciones judeocristiana y musulmana, nacidas de un mismo tronco bíblico, la vida es una suerte de aprendizaje y prueba que conducirá a un premio o a un castigo póstumo y definitivo. En la ética de Perogrullo, los buenos irán al cielo y los malos se pudrirán en un infierno eterno.

Esta ortodoxia no ofrece segundas oportunidades, pero tampoco consigue que los fieles sientan atracción por el cielo prometido. En la imaginación popular, una eternidad tocando el arpa junto al barbudo Dios Padre no es un premio que apasione después de tantas incógnitas, temores y sacrificios.Existe, por supuesto, un cuerpo teológico complejo detrás de estas versiones simples, un juego intelectual que tampoco alcanza a conciliar la promesa del cielo y la resurrección de la carne y el misterio del Dios exterior que nos excluye de su ser.Gran parte de la decadencia religiosa tradicional de los últimos tiempos reside no sólo en la pobreza de los cielos prometidos, sino en las doctrinas que preconizan el empobrecimiento y la devaluación de la vida (el valle de lágrimas) ante una muerte “liberadora”. Los humanos que anhelan la vida eterna y desestiman la mortificación de la carne han comenzado a huir de esos premios de beatitud perpetua, fantasmal y petrificada. El espíritu vital aspira a la intensidad, a la plenitud y a la duración; aspira a la inmortalidad consciente y sólo puede concebir la muerte como una transformación.Los siglos XIX y XX constituyeron quizá el mayor período de encuentro y fusión de creencias en la cultura occidental. Se produjo un trasvase no siempre feliz de filosofías de Oriente a Occidente, lo que dio origen a corrientes “espiritualistas” muy confusas que se mezclaron con la creencia popular de que el alma no sólo continuaba viviendo después de la muerte, sino que mantenía las características –buenas y malas– de su poseedor. Los muertos no sólo perduraban en una realidad extraña y ultraterrena, sino que podían actuar en el mundo real, manifestarse a través de hechos físicos o expresarse a través de cuerpos prestados para tal fin. El espiritismo fue un movimiento pseudocientífico que nació en Estados Unidos a mediados del siglo XIX y que más tarde derivó en sistemas filosófico-religiosos que alcanzaron gran difusión, como la Filosofía armónica creada por Andrew Jackson Davies, que publicó sus primeros escritos en 1844.

El fenómeno espiritista se trasladó de forma casi fulminante a Europa; las “escuelas” espiritistas hicieron furor en Francia e Inglaterra y crecieron exponencialmente en la Rusia prerrevolucionaria, hasta tal punto que Lenin dedicó muchos de sus escritos a contrarrestar su influencia política.Era la época de las mesas que bailaban, de las sustancias ectoplasmáticas, de las fotografías de presuntos espectros y de la fascinación morbosa por el más allá. Aunque la mayor parte de las sesiones constituían un fraude, otras abrían inquietantes hipótesis sobre la supervivencia del “alma”: algunos “espíritus” desencarnados relataban hechos que sólo el muerto podía haber conocido. ¿Significaba eso que el médium era “ocupado” por el difunto o que accedía, sin saberlo, a una fuente de información o memoria impersonal? Y, si era así, ¿por qué surgían regularmente temas o datos no resueltos sobre la muerte o aspectos de la vida que estaban pendientes de resolución?Si bien algunas asombrosas respuestas de los “muertos” convencieron a muchos notables investigadores sobre la supervivencia psíquica después de la muerte, el hecho de que los espíritus no pudiesen dar cuenta de en qué mundo estaban o cómo era el lugar donde supuestamente permanecían volvía a oscurecer toda la cuestión. Respuestas vagas como “en la luz” o “en las sombras” no apuntaban a un más allá coherente, sino a una esfera de disolución psíquica y una extraña supervivencia de memorias, semejante a las descripciones del Bardo Thodol o Libro tibetano de los muertos. ¿Se trataba de un purgatorio?
En 1854 el francés Hippolyte Léon Denizard Rivail, que firmaba como Allan Kardec, incorporó la idea oriental de reencarnación a la doctrina espiritista. Esta “orientalización” alcanzaría su máxima expresión en las obras de la fundadora de la Sociedad Teosófica, la rusa Helena Petrovna Blavatsky que afirmaba recibir mensajes y enseñanzas de maestros espirituales desencarnados –los mahatmas– sobre el origen y el destino final de la humanidad.En realidad, el ideario de Blavatsky sólo tomó de la cantera hindú la terminología y las creencias superficiales, pero construyó un sistema que parecía responder a las preguntas más angustiantes sobre el destino último de los espíritus o las almas. Su Doctrina secreta pretendía aclarar todos los misterios y, por tanto, tranquilizar a sus creyentes. Extendía una garantía de origen sobre el carácter inmortal e inevitablemente evolucionista del alma humana: que reencarnaría todas las veces que fueran necesarias hasta alcanzar la “sabiduría divina”. Pero Blavatsky no fue muy precisa al describir en qué consistía esta sabiduría con la que concluiría el ciclo. Era un juego que prometía, como muchas religiones, un premio final. ¿Pero acaso hay un fin?
(Continuará…)

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