lunes, 6 de octubre de 2008

Qué es el más allá (Cuarta parte)

El miedo al infierno

El concepto de Infierno surgió a partir de la Gehena, un valle situado en la afueras de Jerusalén donde los judíos rendían sacrificios humanos al dios pagano Baal. A partir del reinado de Josías y su lucha contra la idolatría, el lugar fue clausurado y convertido en el vertedero e incinerador de basura de la ciudad, al que muchas veces se regaba de azufre para acelerar la quema. Una imagen que sería rápidamente incorporada en el imaginario popular, y pronto se convertiría en el retrato del submundo al que descenderían los injustos.
Según Bergman, “este lugar inhóspito donde sucedían cosas ligadas al fuego y a la destrucción representaba más bien una amenaza simbólica” dentro del judaísmo temprano, pero el Infierno nunca llegó a incorporarse como doctrina. “No rige la idea de condena, pero sí la de rendición de cuentas por nuestros actos el día del Juicio Final, y ante cada pecado, error, falta u omisión, el alma se aleja un poco más de Dios”, afirma el rabino.
Tanto el cristianismo como el islamismo, en cambio, sostienen la existencia de un espacio definitivo al que accederán aquellos que en vida se mantuvieron alejados del camino de la fe. Ese lugar estuvo, durante siglos, ligado a la idea de una tierra devastada, gobernada por demonios, en el que las llamas y los castigos son eternos. Actualmente, la teología cristiana tiende a plantearlo como “un estado de ausencia de relación con Jesús, con Dios y con el prójimo”. En tal sentido, el fuego sería un símbolo de lo que se consume y es devorado, una alegoría de la sensación de “soledad, aislamiento y negación del amor”.
A ese concepto había apuntado el papa Juan Pablo II, durante una histórica audiencia en julio de 1999. “Más que un lugar, (el Infierno) indica la situación en que llega a encontrarse quien, libre y definitivamente, se aleja de Dios”, aseveró. Sin embargo, hace pocos meses, su sucesor Benedicto XVI volvió al tema para afirmar que el Infierno “existe y es eterno”.
Las mil y una noches es el texto más descriptivo en cuanto a la estructura del Infierno islámico. Allí se cuenta que, en el principio de los tiempos, Dios “creó el fuego, y lo guardó en el Globo en siete regiones diferentes, situadas una debajo de la otra, cada cual a una distancia de mil años”.
De acuerdo con el Corán, se accede a cada una de esas regiones mediante una puerta; por eso a cada condenado se le asignará una entrada distinta según los pecados cometidos. Las torturas y los sufrimientos a los que se someterán a los condenados son similares a los descriptos por el cristianismo, y también son eternos. Sin embargo, Elía se muestra convencido de que el creyente debe actuar en esta vida “por amor a Dios, y no resignado por la amenaza de ser castigado”.
Los espacios extraterrenales propuestos por el dogma religioso, por caso, son rápidamente incorporados en la cotidianeidad de un creyente. Así lo entiende el teólogo cristiano Marcelo González, para quien estas nociones se vuelven “mucho más ricas en la práctica, en el imaginario, que en la doctrina en sí misma”. Las asociaciones del Infierno con cuestiones terrenales como una guerra, un incendio o una relación amorosa enfermiza, y del Paraíso con la tranquilidad de una playa caribeña, así lo demuestran.
“La religión es un sistema que da una explicación simbólica a la vida y el devenir del hombre, es decir, de su presente y de su futuro”, explica Pablo Wright. En este marco, el creyente puede ordenar sus experiencias dentro de ese esquema, otorgándole un sentido a cada uno de sus actos y circunstancias: el nacimiento, el dolor, la enfermedad y la muerte.
El esclarecimiento de cuestiones fuera del entendimiento humano parece ser la clave de esas doctrinas. Porque, como señaló el filósofo francés Voltaire, “si Dios no existiera, sería necesario inventarlo”.
(Continuará…)

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